LA FUERZA DE LA GACELA. EN LA SIGUIENTE ENTRADA ENCONTRARAS EL CUESTIONARIO. 1o A, C PROFRA ELSA NIEVA
LA
FUERZA DE LA GACELA
En la selva de Congolandia todos los animales, grandes y
pequeños vivían en paz. La serpiente, por jugar, se enroscaba en la gorda pata
del elefante. El hipopótamo tomaba sol panza arriba soltando unos bostezos que
hacían temblar la tierra. Los osos bailaban al son de una música que sólo ellos
oían. La jirafa llevaba sobre su lomo, trotando, a los hijos del leopardo.
Tenían un rey, León I, muy viejo. Y, como casi todos los viejos, sabio. No se
enfadaba ni cuando su hijo Leoncín se negaba a tomar clase de rugidos porque
decía que era aburridísimo. El joven león, en vez de rugir, se ponía a imitar
el grito de Tarzán que andaba por ahí de rama en rama con sus monos detrás.
Pero un día se acabó la tranquilidad. Un tigre venido de lejanas tierras estaba
sembrando el terror entre los súbditos de León I. No dejaba cebra, jabalí o
conejo con vida. De ese modo, los demás animales carnívoros de la selva se
quedaban sin comer. Los cachorros ya no podían salir de sus casas para jugar y
correr a sus anchas, por miedo a que los cazara. A una hija del elefante estuvo
a punto de echarle la garra encima y la pobre se llevó tal susto que se quedó
muda.
A partir de ese momento no pudo barritar ni poco ni mucho. (Esta cosa tan
rara, barritar, es lo que hacen los elefantes para expresarse, siempre y cuando
no se hayan quedado mudos como la desdichada elefantita.) Flacos por la falta
de alimentos, demacrados por las noches sin dormir, nerviosos por el perpetuo
miedo, los animales no encontraban remedio a sus males.
Para buscarlo, León I
los reunió a todos en un claro que había frente a su cueva-palacio. Se retorcía
los bigotes y, por sorprendente que pareciera, pues era muy cuidadoso de su
aspecto, llevaba la corona caída sobre una oreja. -Mis amados súbditos -dijo
con voz algo trémula a causa del hambre y el disgusto-: los he convocado para
que entre todos tratemos de solucionar la grave situación que estamos
padeciendo. - ¡Muy bien! -gritaron los animales, entusiasmados. -No podemos
seguir soportando la presencia de ese tigre extranjero que vacía nuestra despensa,
nos impide dormir tranquilos y nos convierte en un pueblo temeroso. - ¡Y deja
mudos a nuestros hijos! -se lamentó el elefante, mientras su hija asentía con
la cabeza.
El rey les dirigió una mirada compasiva y continuó: - ¡Nuestra
dignidad nos obliga a hacerle frente dejando atrás el miedo! - ¡Muy bien dicho!
-corearon de nuevo. -Siempre hemos sido amantes de la paz. Si alguna vez nos
comimos un explorador, fue en épocas de necesidad. Pero ya no es posible la paz
con un enemigo que nos acosa por todas partes. ¡Hay que acabar con él! -¡Bravo!
-¡Todos con nuestro rey! -¡Viva León I!
El monarca sonrió satisfecho y
preguntó: -¿Quién se ofrece para llevar a cabo esa misión? Hubo un largo
silencio. Cada uno miraba a su vecino como si la cosa no fuera con él. Nadie
parecía decidirse. -¡Estoy esperando! -dijo el rey, echándose la corona sobre
la otra oreja en un gesto de irritación. Su hijo Leoncín pensó que, siendo el
heredero del trono debía dar ejemplo. Y se adelantó. -¡No se puede negar que
eres de mi misma sangre! -exclamó el monarca, satisfecho-. ¿Y qué piensas hacer
cuando te encuentres con el enemigo? Porque lo que es rugir, lo haces fatal.
-Aunque soy joven, tengo fuertes garras y afilados colmillos. Sabré usarlos,
padre. Entonces la serpiente, el leopardo y el elefante también dieron un paso
al frente.
No iban a permitir que Leoncín fuera el único capaz de demostrar
valor en un momento tan crítico. - ¡Ajá…! Veo que todavía puedo estar orgulloso
de mi pueblo -dijo el rey-. Seguro que entre los cuatro conseguirán devolvernos
la tranquilidad. Vayan ahora mismo y que tengan suerte. Los bravos guerreros se
marcharon entre aplausos y gritos de entusiasmo. Pero los que se quedaron
pasaron horas de gran inquietud. ¿Qué les sucedería a sus cuatro amigos? ¿Traerían
la piel del intruso como trofeo? ¿O serían víctimas de su crueldad? ¿Podrían,
al fin, vivir tan felices como antes? Tuvieron la respuesta al día siguiente,
cuando los aguerridos viajeros se presentaron ante León I y los demás
habitantes de la selva. Por desgracia, su aspecto no era nada victorioso.
Venían cabizbajos y con señales de haber sido derrotados en la contienda.
Uno
junto a otro guardaban silencio esperando que alguno se atreviera a ser el
primero en relatar lo ocurrido. -¡Que es para hoy! -tronó el monarca de muy mal
genio. El leopardo, con una pata enyesada se decidió a hablar. -Majestad…, ese
tigre extranjero es la fiera más terrible que he conocido. Cuando yo estaba al
acecho para atacarlo, me descubrió y se lanzó sobre mí sin darme tiempo siquiera
a decir: ¡Viva África! Y ya lo ven…, me dejó esta pata en tales condiciones que
no sé si tendré que andar con muletas el resto de mi vida. -A mí –contó el
elefante me dio un zarpazo tan feroz en la trompa que no puedo tomar mis
alimentos más que con cuchara. ¡Qué humillación para un animal de mi raza! -Yo
no tuve mejor suerte -dijo la serpiente-. Quise utilizar la astucia, como tengo
por costumbre, y esperé a que el tigre estuviera dormido para clavarle mis
colmillos envenenados. Pero el muy traidor estaba despierto. ¡Y bien despierto!
Tanto que, cuando me tuvo cerca, se abalanzó sobre mí llevándose la mitad de mi
piel. -Y diciendo esto Tiritó de frío-. ¡No sé cómo voy a pasar el invierno
así, casi desnuda! Leoncín, por ser el hijo del rey, se sentía más avergonzado
que sus compañeros. Pero no le quedó más salida que confesar la verdad. -¿Se
acuerdan de la hermosa borla que adornaba la punta de mi rabo? Pues bien, el
enemigo me lo cercenó de un solo bocado y ahora no parezco ni siquiera un león.
Se dio la vuelta para que todos pudieran comprobarlo. En efecto, el rabo de
Leoncín era como el de un gato casero. Nunca había visto al rey tan furioso.
-¡Son un montón de imbéciles! -exclamó-, ¡Si yo no fuera tan viejo, les
enseñaría a luchar como es debido! En las filas de atrás sonó una voz débil y
dulce. -Tal vez yo… -¿Eh? ¿Quién eres? ¡Habla más fuerte, que no se te oye!
-Digo que tal vez yo pueda conseguir que el tigre nos deje tranquilos. Todos
giraron la cabeza para ver quién hablaba. Era la gacela, el animal más
indefenso de la selva. El único que no tiene ni garras, ni veneno, ni arma
alguna con que defenderse o atacar. Sus palabras recibieron carcajadas y frases
burlonas. -¿Lo vas a matar? -O quizá se muera de miedo al verte. -¿Te comerás
su cadáver? Ella contestó con mucha calma: -Ya saben que soy vegetariana. -A
ver…, a ver… -dijo el rey, intrigado-. ¿Qué puede hacer una gacela que no hayan
conseguido los animales más fuertes y poderosos? -No lo sé todavía; pero voy a
probar. Sin apresurar el paso y sin importarle las burlas que seguía oyendo a
sus espaldas, la gacela se alejó. León I, temiendo lo peor, se puso de pie. -A
ustedes -dijo, dirigiéndose a los cuatro que habían vuelto derrotados-, el
tigre los puso en retirada, pero, al menor, salvaron sus vidas. A ella, en
cambio, se la tragará de un bocado. Todos los que se reían momentos antes se
quedaron serios, con expresión preocupada. Aunque pensaran que era una
insensata, tenían cariño a la gacela y no querían que le pasara nada malo.
-¡Corran tras ella! ¡Deténganla! -ordenó el rey. Pero la madre del elefante
herido, que era más vieja aún que León I y por eso más sabia, dijo con su voz
de bajo profundo: -Yo la dejaría… -¿No ves que nosotros no pudimos con el
tigre? -protestó Leoncín. Ella contestó con tono de reproche: -No seas
pretencioso. Eso no quiere decir que la gacela tampoco pueda. -¡Pero está en
peligro de muerte! -exclamó el leopardo. El rey, poniéndose derecha la corona,
decidió: -La seguiremos a prudente distancia. Y cuando sea necesario, intervendremos
para defenderla. Deslizándose entre la espesura silenciosamente, sin abrir la
boca y hasta conteniendo la respiración, fueron tras la gacela. Ella, sin darse
cuenta de nada, Anduvo Hasta que divisó al tigre tumbado a la sombra de un
árbol. Los demás se quedaron agazapados detrás de unos altos matorrales. El
tigre abrió un ojo perezoso, pero no se sobresaltó lo más mínimo ni se puso en
guardia. ¿Cómo iba a asustarse de una gacela? Ella continuó avanzando hasta
llegar a su lado y le dijo: -Nos tienes muy disgustados. El tigre se incorporó
sin dar crédito a lo que oía. -No se puede andar por el mundo dando mordiscos y
arrancando pieles -continuó la gacela-. ¿Te parece bonito? Leoncín, en su
escondite, Susurró: -¡Ahora! ¡Ahora se la come! Pero se equivocaba. El tigre
bajó la cabeza y dijo: -No creas que me gusta vivir así. Estoy solo. Unos
cazadores mataron mi familia, allá, tras las montañas. Yo no les quería hacer
mal, pero tenía hambre… Tus compañeros me atacaron y me defendí. La gacela
parpadeó, pensativa, y sus larguísimas pestañas abanicaron el aire. -¿Y si te
dejamos vivir con nosotros, te portarás bien?
Los animales que estaban al
acecho esperaban impacientes la respuesta; pero él, azotando la tierra con el
rabo, parecía dudar. Entonces la gacela se le acercó más y le dijo algo al
oído. El tigre la miró a los ojos, se puso de pie y echó a andar tras ella como
si nunca hubiera roto un plato. León y sus acompañantes se pegaron una carrera
para no ser descubiertos y llegar primero al lugar donde vivían. Allí los
encontró la gacela y les contó la conversación que había tenido con el tigre y
que ellos ya conocían. -¿Y sólo así conseguiste amansarlo? -preguntó el rey,
intrigado por saber qué había dicho la gacela al oído del tigre. -Bueno, le
dije algo más… Le dije…, le dije… La gacela trataba de recordar. -¡Ah, sí! Le
AUTORA: Carmen Vázquez-Vigo
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